Los coquetos pétalos rosas besan las suaves corrientes de aire. El sol se asoma tímido entre las únicas nubes que cubren el cielo. Dos o tres, no más. El resto, azul. La brisa no es suficiente como para obligarme a vestir la chaqueta vaquera que yace en el banco de piedra, junto a mí. La piel de mis brazos, desnudos bajo la manga corta, se eriza. Pero no tengo frío. Al menos no más que el que siento en mi interior.
El calendario marca el veinte de abril.
El calendario marca el veinte de abril.
En mi cabeza, es cuatro de julio. El cuatro de julio de hace dos años. Clara estaba sentada a mi lado. Eran las nueve y media de la noche, en el Maremagnum de Barcelona el cielo aún acusaba la presencia del astro moribundo. En aquella ocasión, el banco era de madera. Cerca del acristalado centro comercial, visualizábamos parte del puerto de la ciudad condal. El agua del Mediterráneo se encontraba apenas a unos metros de nosotras. Olía a mar. Empezaba a abrirse el puente levadizo cuando noté sus dedos suaves rozar el lateral de mi mano derecha, casi por casualidad.
—Algún día me gustaría dar un paseo en barco. Me gustaría saber qué se siente al estar rodeada de agua, solo de agua, con la orilla lejos de mí —comentó Clara en voz baja.
—Has vivido aquí toda tu vida, ¿de verdad no has montado nunca en ninguno? —me extrañé. Recuerdo que tuve que esforzarme para que mi voz no temblara.
—Cuando era pequeña, mis padres nunca me traían aquí. Era complicado. Mi padre estaba siempre trabajando y mi madre tenía agorafobia. Ya sabes, miedo a los espacios abiertos. Cuando me hice más mayor, supongo que nunca encontré el momento adecuado.
Giré la cabeza hacia la derecha para mirarla. Los dos pequeños ónices que formaban los ojos de Clara se mantenían fijos en algún punto del agua. Las luces de los edificios se reflejaban en la superficie y, a su vez, esta se proyectaba en las pupilas de mi amiga. En aquel momento no podía saber lo que estaba pasando por esa cabecita de melena trazada en tinta negra. Lo único que tenía claro era que, en el interior de mi mente, todo era una maraña sin orden ni control.
—La próxima vez que venga a Barcelona podemos dar una vuelta en Las Golondrinas. —Señalé con el dedo el puesto fijo de venta de tickets a lo lejos, al lado del cual flotaba un barquito turístico.
—No te vayas.
Buscó mis ojos al formular su repentina petición. Mi estómago entonces ascendió tan alto como los extremos del puente levadizo. De pronto, pensar en que al día siguiente tenía que tomar un vuelo desde el Aeropuerto de El Prat hasta el de Barajas, hizo que tuviera el impulso de salir corriendo. Pero no me moví. Me quedé allí, con ella.
—Tengo que volver al trabajo. Es complicado cuadrar las vacaciones. Estamos con el personal mínimo en la clínica —expliqué, probablemente más para convencerme a mí misma de por qué debía volver a Madrid.
—Podrán sobrevivir sin ti. —Su mirada era tan intensa que casi me lo creí.
—Creo que el doctor se volvería loco si tuviera que pasar una semana más sin su enfermera en estas fechas —reí. Pero no sentía alegría alguna. Un peso me estrujaba la garganta y tenía la sensación de que solo podría liberarme gritando. En lugar de eso, se me escapó un susurro—: Nada me gustaría más que quedarme.
—Podríamos fingir que te secuestro —bromeó ella. Fue la primera vez que sonrió desde que nos hubimos sentado. Era una sonrisa preciosa y me ruboricé al darme cuenta por enésima vez—. ¿Qué cantidad podríamos pedir de rescate?
—La suficiente como para que decidan que es mejor dejarme aquí. —No pude evitar ensanchar mis labios también. Su gesto era demasiado contagioso—. En fin, quería que fuera una sorpresa, pero supongo que es mejor decírtelo ahora. Vuelvo a tener vacaciones del uno al quince de agosto. Ya tengo reservados los billetes para venir.
Los ojos almendrados de Clara se rasgaron aún más ante la inesperada noticia, acompañando a la gran sonrisa que me mostró. Fue en ese preciso momento en el que mi corazón pareció hacerse tan grande como la luna. La misma que dejaba su rastro plateado sobre las aguas cada vez más oscuras del puerto de Barcelona. Recibí su abrazo como el desierto recibe una tormenta. Porque es eso en lo que ella se ha convertido para mí. Sus brazos desnudos se enroscaron alrededor de mi cuello. Estaba tan cerca que pude sentir el aroma de su perfume afrutado. Cerré los ojos de modo inconsciente, tratando de guardar en mi memoria cada sensación que ese simple contacto me provocaba. Su cabello negro se enredaba con las hebras doradas del mío. Entonces se separó lo justo como para que su rostro se me quedara a escasos centímetros. Sus largas pestañas enmarcaban los ojos en los que me veía reflejada.
Me besó.
Un contacto tan espontáneo que paralizó todas y cada una de mis células. Colocó sus delicadas manos de artista de la pintura a ambos lados de mi cara. No supe reaccionar, no supe lograr que mis neuronas realizasen las conexiones adecuadas que me permitieran mover los labios junto a los suyos. Se apartó despacio, con las mejillas dulcemente coloreadas de cereza.
—Lo siento —susurró.
Pero al escucharla supe que quien debía sentirlo era yo. No había estado a la altura de un momento que secretamente había estado deseando desde hacía varios días. Tuve que juntar las manos sobre mi regazo para evitar, una vez más, que temblaran.
—No debí haber hecho esto sin saber… —Sus palabras se desvanecieron bajo el calor del aire estival, abandonando la frase a su suerte.
Clara y yo nos habíamos conocido en un festival de música unos seis meses antes de aquel cuatro de julio, ahora tan lejano. Cada una habíamos acudido allí con nuestro respectivo grupo de amigos. Los avatares de la vida quisieron que coincidiéramos. El primer recuerdo nítido que tengo de ella fue cuando empezamos a cantar juntas la canción Angels, del grupo de metal sinfónico Within Temptation. El aspecto que Clara había llevado entonces había sido muy parecido al mío. Siempre me gustó la ropa oscura. A partir de entonces, empezamos a hablar mucho por Whatsapp. Ambas nos empezamos a dar cuenta de que congeniábamos muy bien.
La verdad, nunca me importó su orientación sexual. Y siempre creí tener muy clara la mía. Pero no contaba con que iba a conocer una persona como ella. Fue precisamente en este último viaje a Barcelona, su ciudad, en el que me di cuenta de que la quería. No como amiga, eso yo ya lo sabía, sino como algo más. Nunca me había sucedido nada parecido y al principio no sabía muy bien cómo sentirme al respecto. Estaba confusa y apenas tenía tiempo para asimilar lo que acababa de descubrir, puesto que su sonrisa me asaltaba cuando menos me lo esperaba. Sin ella saberlo, me hizo saber que la confusión no era más que un estado derivado del miedo por aceptarme a mí misma. Hay a quienes les cuesta media vida aceptarse tal y como son, pero yo tardé apenas unas horas. Las mismas que me sirvieron para darme cuenta de cuánto necesitaba a esa chica de cabello y ojos oscuros en mi corazón. Con todo, me daba miedo confesárselo a ella. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si sentía lástima por mí? ¿Y si…?
Aquel beso en el puerto de Barcelona despejó todas mis dudas. A cambio, me dejó el sabor de un alma que ansiaba abrazar con todas mis fuerzas.
—¿Sin saber el qué? —le dije sin aliento—. ¿Sin saber que me gustas?
La necesidad de volver a tenerla cerca impulsó mi valentía. Apoyé las manos sobre sus antebrazos y la atraje hacia mí. Inhalé su respiración justo antes de volver a probar sus labios.
Barcelona desapareció.
El resto del mundo, con sus prejuicios, desapareció. Tan solo estábamos el mar, ella y yo.
—Algún día me gustaría dar un paseo en barco. Me gustaría saber qué se siente al estar rodeada de agua, solo de agua, con la orilla lejos de mí —comentó Clara en voz baja.
—Has vivido aquí toda tu vida, ¿de verdad no has montado nunca en ninguno? —me extrañé. Recuerdo que tuve que esforzarme para que mi voz no temblara.
—Cuando era pequeña, mis padres nunca me traían aquí. Era complicado. Mi padre estaba siempre trabajando y mi madre tenía agorafobia. Ya sabes, miedo a los espacios abiertos. Cuando me hice más mayor, supongo que nunca encontré el momento adecuado.
Giré la cabeza hacia la derecha para mirarla. Los dos pequeños ónices que formaban los ojos de Clara se mantenían fijos en algún punto del agua. Las luces de los edificios se reflejaban en la superficie y, a su vez, esta se proyectaba en las pupilas de mi amiga. En aquel momento no podía saber lo que estaba pasando por esa cabecita de melena trazada en tinta negra. Lo único que tenía claro era que, en el interior de mi mente, todo era una maraña sin orden ni control.
—La próxima vez que venga a Barcelona podemos dar una vuelta en Las Golondrinas. —Señalé con el dedo el puesto fijo de venta de tickets a lo lejos, al lado del cual flotaba un barquito turístico.
—No te vayas.
Buscó mis ojos al formular su repentina petición. Mi estómago entonces ascendió tan alto como los extremos del puente levadizo. De pronto, pensar en que al día siguiente tenía que tomar un vuelo desde el Aeropuerto de El Prat hasta el de Barajas, hizo que tuviera el impulso de salir corriendo. Pero no me moví. Me quedé allí, con ella.
—Tengo que volver al trabajo. Es complicado cuadrar las vacaciones. Estamos con el personal mínimo en la clínica —expliqué, probablemente más para convencerme a mí misma de por qué debía volver a Madrid.
—Podrán sobrevivir sin ti. —Su mirada era tan intensa que casi me lo creí.
—Creo que el doctor se volvería loco si tuviera que pasar una semana más sin su enfermera en estas fechas —reí. Pero no sentía alegría alguna. Un peso me estrujaba la garganta y tenía la sensación de que solo podría liberarme gritando. En lugar de eso, se me escapó un susurro—: Nada me gustaría más que quedarme.
—Podríamos fingir que te secuestro —bromeó ella. Fue la primera vez que sonrió desde que nos hubimos sentado. Era una sonrisa preciosa y me ruboricé al darme cuenta por enésima vez—. ¿Qué cantidad podríamos pedir de rescate?
—La suficiente como para que decidan que es mejor dejarme aquí. —No pude evitar ensanchar mis labios también. Su gesto era demasiado contagioso—. En fin, quería que fuera una sorpresa, pero supongo que es mejor decírtelo ahora. Vuelvo a tener vacaciones del uno al quince de agosto. Ya tengo reservados los billetes para venir.
Los ojos almendrados de Clara se rasgaron aún más ante la inesperada noticia, acompañando a la gran sonrisa que me mostró. Fue en ese preciso momento en el que mi corazón pareció hacerse tan grande como la luna. La misma que dejaba su rastro plateado sobre las aguas cada vez más oscuras del puerto de Barcelona. Recibí su abrazo como el desierto recibe una tormenta. Porque es eso en lo que ella se ha convertido para mí. Sus brazos desnudos se enroscaron alrededor de mi cuello. Estaba tan cerca que pude sentir el aroma de su perfume afrutado. Cerré los ojos de modo inconsciente, tratando de guardar en mi memoria cada sensación que ese simple contacto me provocaba. Su cabello negro se enredaba con las hebras doradas del mío. Entonces se separó lo justo como para que su rostro se me quedara a escasos centímetros. Sus largas pestañas enmarcaban los ojos en los que me veía reflejada.
Me besó.
Un contacto tan espontáneo que paralizó todas y cada una de mis células. Colocó sus delicadas manos de artista de la pintura a ambos lados de mi cara. No supe reaccionar, no supe lograr que mis neuronas realizasen las conexiones adecuadas que me permitieran mover los labios junto a los suyos. Se apartó despacio, con las mejillas dulcemente coloreadas de cereza.
—Lo siento —susurró.
Pero al escucharla supe que quien debía sentirlo era yo. No había estado a la altura de un momento que secretamente había estado deseando desde hacía varios días. Tuve que juntar las manos sobre mi regazo para evitar, una vez más, que temblaran.
—No debí haber hecho esto sin saber… —Sus palabras se desvanecieron bajo el calor del aire estival, abandonando la frase a su suerte.
Clara y yo nos habíamos conocido en un festival de música unos seis meses antes de aquel cuatro de julio, ahora tan lejano. Cada una habíamos acudido allí con nuestro respectivo grupo de amigos. Los avatares de la vida quisieron que coincidiéramos. El primer recuerdo nítido que tengo de ella fue cuando empezamos a cantar juntas la canción Angels, del grupo de metal sinfónico Within Temptation. El aspecto que Clara había llevado entonces había sido muy parecido al mío. Siempre me gustó la ropa oscura. A partir de entonces, empezamos a hablar mucho por Whatsapp. Ambas nos empezamos a dar cuenta de que congeniábamos muy bien.
La verdad, nunca me importó su orientación sexual. Y siempre creí tener muy clara la mía. Pero no contaba con que iba a conocer una persona como ella. Fue precisamente en este último viaje a Barcelona, su ciudad, en el que me di cuenta de que la quería. No como amiga, eso yo ya lo sabía, sino como algo más. Nunca me había sucedido nada parecido y al principio no sabía muy bien cómo sentirme al respecto. Estaba confusa y apenas tenía tiempo para asimilar lo que acababa de descubrir, puesto que su sonrisa me asaltaba cuando menos me lo esperaba. Sin ella saberlo, me hizo saber que la confusión no era más que un estado derivado del miedo por aceptarme a mí misma. Hay a quienes les cuesta media vida aceptarse tal y como son, pero yo tardé apenas unas horas. Las mismas que me sirvieron para darme cuenta de cuánto necesitaba a esa chica de cabello y ojos oscuros en mi corazón. Con todo, me daba miedo confesárselo a ella. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si sentía lástima por mí? ¿Y si…?
Aquel beso en el puerto de Barcelona despejó todas mis dudas. A cambio, me dejó el sabor de un alma que ansiaba abrazar con todas mis fuerzas.
—¿Sin saber el qué? —le dije sin aliento—. ¿Sin saber que me gustas?
La necesidad de volver a tenerla cerca impulsó mi valentía. Apoyé las manos sobre sus antebrazos y la atraje hacia mí. Inhalé su respiración justo antes de volver a probar sus labios.
Barcelona desapareció.
El resto del mundo, con sus prejuicios, desapareció. Tan solo estábamos el mar, ella y yo.
El sonido del claxon de un vehículo a lo lejos me devuelve al presente. A pesar de los florecidos árboles que me rodean, todavía puedo sentir el olor de la sal marina perforando mis fosas nasales. Se me empañan los ojos y tengo que retirar la humedad con el dorso de la mano. El recuerdo de nuestro primer beso calcina mis entrañas con una fuerza demoledora.
Dejo caer los párpados. Me invade el cansancio. No soy capaz de reprimir el deseo de volver a viajar al pasado, aun a sabiendas que dolerá. Siempre duele.
—Estás loca, ¿lo sabías? —reí tras abrir la puerta de mi piso.
Diecisiete de septiembre. La semana anterior me había llamado por teléfono con una propuesta: intentarlo. Vivir juntas. Yo no podía dejar mi puesto en la clínica, así que Clara se ofreció a venirse a Madrid conmigo. No era un impedimento a la hora de trabajar sobre sus lienzos por encargo. ¡Por supuesto que dije que sí! Ni me lo pensé. El mismo día del Maremagnum nos habíamos confesado nuestros sentimientos. Desde entonces, los kilómetros que nos separaban me roían por dentro.
Verla parada tras el umbral de la puerta con sus cuatro maletas simplemente hizo querer estallar de ternura. No veía el momento de empezar a redecorar la casa, en especial nuestra habitación, para convertirla en el lugar que las dos anhelábamos. Para hacerla nuestro hogar. Nunca habíamos convivido juntas más allá de unos pocos días de vacaciones, pero algo en mi fuero interno me decía que nada iba a cambiar entre nosotras.
Me equivocaba.
Nuestra relación cambió. Se hizo más intensa, fuerte. Hizo que me diera cuenta de que jamás antes había sentido un amor tan devastador. Nunca pensé que alcanzaría un punto en el que la otra persona se convirtiera en una extensión de mi propio cuerpo, de mi propia mente. De mi propia alma.
Fueron pasando los meses. Adoraba vivir con Clara y sé que a ella le ocurría lo mismo conmigo. Me di cuenta de que, como parte de la convivencia, también me gustaban sus pequeñas costumbres, su forma de dejar manchurrones de pintura en la habitación que usaba como estudio artístico, sus peines tirados por el mármol de la pila del lavabo. A lo mejor ella también se enamoró de mis hábitos estrictos de mantener la casa limpia y pulcramente ordenada, de usar las pinzas de la ropa por colores o de dejar el volumen de la televisión siempre en números pares. Éramos la noche y el día. Su cabello oscuro frente al mío áureo. Sus ojos negros frente a mis iris azules. Su piel aceitunada frente a mi frágil palidez. Sus pintalabios negros frente a mis labiales rojos. Su zurda encajaba con mi diestra. Su mitad con la mía. Un ser perfecto.
Verla parada tras el umbral de la puerta con sus cuatro maletas simplemente hizo querer estallar de ternura. No veía el momento de empezar a redecorar la casa, en especial nuestra habitación, para convertirla en el lugar que las dos anhelábamos. Para hacerla nuestro hogar. Nunca habíamos convivido juntas más allá de unos pocos días de vacaciones, pero algo en mi fuero interno me decía que nada iba a cambiar entre nosotras.
Me equivocaba.
Nuestra relación cambió. Se hizo más intensa, fuerte. Hizo que me diera cuenta de que jamás antes había sentido un amor tan devastador. Nunca pensé que alcanzaría un punto en el que la otra persona se convirtiera en una extensión de mi propio cuerpo, de mi propia mente. De mi propia alma.
Fueron pasando los meses. Adoraba vivir con Clara y sé que a ella le ocurría lo mismo conmigo. Me di cuenta de que, como parte de la convivencia, también me gustaban sus pequeñas costumbres, su forma de dejar manchurrones de pintura en la habitación que usaba como estudio artístico, sus peines tirados por el mármol de la pila del lavabo. A lo mejor ella también se enamoró de mis hábitos estrictos de mantener la casa limpia y pulcramente ordenada, de usar las pinzas de la ropa por colores o de dejar el volumen de la televisión siempre en números pares. Éramos la noche y el día. Su cabello oscuro frente al mío áureo. Sus ojos negros frente a mis iris azules. Su piel aceitunada frente a mi frágil palidez. Sus pintalabios negros frente a mis labiales rojos. Su zurda encajaba con mi diestra. Su mitad con la mía. Un ser perfecto.
Abro los párpados. Me cuesta mucho. Con los ojos cerrados puedo visualizar mejor los recuerdos. Mi psicóloga me dijo que no intente reprimirlos, ni tampoco las emociones. Según ella, cuanto más intente hacerlo, con más fuerza me asaltarán. Tiene sentido. Aunque también me ha aconsejado seguir adelante, no anclarme en el pasado. Sé que esa ya no es mi vida, pero daría lo que fuera por regresar en el tiempo. Por volver a aquel veinte de abril. Hoy hace un año.
Miro hacia abajo. En mi dedo anular de la mano derecha aún yace el anillo plateado. Una fina cenefa recorre todo su diámetro exterior. Nos regalamos uno igual a los seis meses de comenzar a salir. Nos lo pusimos en el derecho para dejar el izquierdo libre para cuando nos casáramos. Porque nuestra intención era casarnos, gritarle al mundo que nos queríamos. Pero era algo que fuimos dejando para más adelante. Una siempre piensa que tendrá todo el tiempo por delante para hacer lo que quiere. Hoy, el dedo anular de mi mano izquierda continúa desnudo.
Vuelvo a recordar aquel veinte de abril. Hoy, hace trescientos sesenta y cinco días.
Miro hacia abajo. En mi dedo anular de la mano derecha aún yace el anillo plateado. Una fina cenefa recorre todo su diámetro exterior. Nos regalamos uno igual a los seis meses de comenzar a salir. Nos lo pusimos en el derecho para dejar el izquierdo libre para cuando nos casáramos. Porque nuestra intención era casarnos, gritarle al mundo que nos queríamos. Pero era algo que fuimos dejando para más adelante. Una siempre piensa que tendrá todo el tiempo por delante para hacer lo que quiere. Hoy, el dedo anular de mi mano izquierda continúa desnudo.
Vuelvo a recordar aquel veinte de abril. Hoy, hace trescientos sesenta y cinco días.
La voz de un hombre desconocido al otro lado de la línea pronunció mi nombre. Eran las once y media pasadas de la noche. Una hora demasiado extraña para recibir un número oculto en mi pantalla táctil. Confirmé mi identidad.
—La hemos llamado a usted porque aparece como contacto favorito en la agenda telefónica de Clara.
Mi corazón se disparó con violencia contra el pecho.
Las llamas de aquel infierno lacerante y caótico todavía no me han abandonado a día de hoy. Siguen achicharrando mi cordura como atizadores incandescentes. La voz del aquel policía aún resuena en mi cabeza. La he escuchado tantas veces que se ha vuelto tan familiar como la de cualquier amigo.
Lamentamos comunicarle que Clara Alcocer Salazar ha fallecido.
Traumatismo craneoencefálico… Agresión… Reconocer el cuerpo…
Y otras tantas palabras que perdieron el significado para mí.
Recuerdo que el teléfono se me resbaló de las manos y fue a parar al suelo. La pantalla se resquebrajó desde una esquina, formando una telaraña sobre el cristal. La ruptura de mi corazón fue más devastadora. Lo partió en millones de añicos.
Me vestí como una autómata. Cogí las llaves como si aquello no fuese conmigo. Me senté en el coche como si saliese a comprar. Sujeté el volante con ambas manos como si aquellos dedos no me perteneciesen. Como si no fuesen míos. Lo único mío allí era la culpa, que me había empezado a aplastar el alma como si una montaña se me hubiese derrumbado encima.
Clara me había preguntado si podía ir a buscarla con el coche. Había ido a una tienda de artículos de pintura y se le había echado el tiempo encima. Iban a cerrar. Yo había llegado recientemente de trabajar y estaba muy cansada. Le pedí que si podía venir en transporte público.
No recuerdo el trayecto desde nuestra casa hasta la calle que el policía me había indicado por teléfono. Lo primero que vi justo antes de traspasar el cordón amarillo fueron bolsas de plástico tiradas por el suelo. Sus lienzos blancos recién comprados esparcidos por aquella calle de Madrid.
Después, la cubierta dorada y plata con la que se cubre a los cadáveres. El policía nacional se colocó delante de mí para que no me encontrara con la escena directamente, pero mis ojos solo buscaban lo que constituía mi peor pesadilla.
Me derrumbé cuando localicé una de sus manoletinas negras a pocos metros de mí. Solitaria. Vacía. Como su cuerpo a partir de entonces.
Los testigos afirmaban que un grupo de tres encapuchados se acercó a ella con la intención de robarle el bolso. Pero Clara, mi Clara, siempre fue una luchadora. Se resistió a dejarles salirse con la suya, a pesar de la temeridad de enfrentarse a tres tipos. Forcejearon. En el último tirón consiguieron arrancárselo del hombro, pero mi chica se resistía a soltar el asa. Hasta que finalmente se lo quitaron. Pero la arrastraron en la caída. Se golpeó la nuca contra el bordillo de la acera. Fin de la historia.
Clara no murió salvando a un gatito de un incendio, ni tampoco saltando delante de alguien para evitar que la bala le alcanzara. Clara murió por la avaricia de tres desalmados en una noche de primavera. Se golpeó la cabeza. Tan simple y llanamente como eso.
Pensar que yo podría haberlo evitado corroe mi cuerpo como si tuviese ácido en lugar de sangre en mis venas. No me lo voy a perdonar nunca. Jamás. A veces pienso en hacer por reunirme con ella, pero enseguida rechazo la idea. No me lo merezco. Antepuse mi cansancio a su necesidad. Una maldita egoísta como yo no merece volver a encontrarse con el amor de su vida. En cambio, merezco este dolor infinito. Maldita sea, me lo he ganado por permitirme perderla.
—La hemos llamado a usted porque aparece como contacto favorito en la agenda telefónica de Clara.
Mi corazón se disparó con violencia contra el pecho.
Las llamas de aquel infierno lacerante y caótico todavía no me han abandonado a día de hoy. Siguen achicharrando mi cordura como atizadores incandescentes. La voz del aquel policía aún resuena en mi cabeza. La he escuchado tantas veces que se ha vuelto tan familiar como la de cualquier amigo.
Lamentamos comunicarle que Clara Alcocer Salazar ha fallecido.
Traumatismo craneoencefálico… Agresión… Reconocer el cuerpo…
Y otras tantas palabras que perdieron el significado para mí.
Recuerdo que el teléfono se me resbaló de las manos y fue a parar al suelo. La pantalla se resquebrajó desde una esquina, formando una telaraña sobre el cristal. La ruptura de mi corazón fue más devastadora. Lo partió en millones de añicos.
Me vestí como una autómata. Cogí las llaves como si aquello no fuese conmigo. Me senté en el coche como si saliese a comprar. Sujeté el volante con ambas manos como si aquellos dedos no me perteneciesen. Como si no fuesen míos. Lo único mío allí era la culpa, que me había empezado a aplastar el alma como si una montaña se me hubiese derrumbado encima.
Clara me había preguntado si podía ir a buscarla con el coche. Había ido a una tienda de artículos de pintura y se le había echado el tiempo encima. Iban a cerrar. Yo había llegado recientemente de trabajar y estaba muy cansada. Le pedí que si podía venir en transporte público.
No recuerdo el trayecto desde nuestra casa hasta la calle que el policía me había indicado por teléfono. Lo primero que vi justo antes de traspasar el cordón amarillo fueron bolsas de plástico tiradas por el suelo. Sus lienzos blancos recién comprados esparcidos por aquella calle de Madrid.
Después, la cubierta dorada y plata con la que se cubre a los cadáveres. El policía nacional se colocó delante de mí para que no me encontrara con la escena directamente, pero mis ojos solo buscaban lo que constituía mi peor pesadilla.
Me derrumbé cuando localicé una de sus manoletinas negras a pocos metros de mí. Solitaria. Vacía. Como su cuerpo a partir de entonces.
Los testigos afirmaban que un grupo de tres encapuchados se acercó a ella con la intención de robarle el bolso. Pero Clara, mi Clara, siempre fue una luchadora. Se resistió a dejarles salirse con la suya, a pesar de la temeridad de enfrentarse a tres tipos. Forcejearon. En el último tirón consiguieron arrancárselo del hombro, pero mi chica se resistía a soltar el asa. Hasta que finalmente se lo quitaron. Pero la arrastraron en la caída. Se golpeó la nuca contra el bordillo de la acera. Fin de la historia.
Clara no murió salvando a un gatito de un incendio, ni tampoco saltando delante de alguien para evitar que la bala le alcanzara. Clara murió por la avaricia de tres desalmados en una noche de primavera. Se golpeó la cabeza. Tan simple y llanamente como eso.
Pensar que yo podría haberlo evitado corroe mi cuerpo como si tuviese ácido en lugar de sangre en mis venas. No me lo voy a perdonar nunca. Jamás. A veces pienso en hacer por reunirme con ella, pero enseguida rechazo la idea. No me lo merezco. Antepuse mi cansancio a su necesidad. Una maldita egoísta como yo no merece volver a encontrarse con el amor de su vida. En cambio, merezco este dolor infinito. Maldita sea, me lo he ganado por permitirme perderla.
Cojo mi chaqueta vaquera y me levanto del banco. Camino los pasos que me separan de su lápida blanca. Las fechas grabadas me recuerdan, hirientes, que no había llegado a cumplir los veinticinco. Que cualquier año más en mi cuerpo es un insulto a su memoria. Alargo la mano derecha hacia la piedra. Tiemblo tanto que temo no atinar sobre su nombre. Pero lo toco. Una corriente aniquiladora se inicia en mi espina dorsal y se extiende por cada fibra de mi ser. Y destroza los restos de lo que una vez fue mi corazón.
Clara Alcocer Salazar
Las puntas de mis dedos acarician las hendiduras como si de su piel se tratase. Tan cálida. Tan risueña. Tan lejos de mí ahora.
Un año en su ausencia.
Dicen que la primavera supone la esperanza, lo que renace. Pero Clara murió en primavera. Se marchó como lo hace el polen de las flores. Se marchó como las lágrimas que abandonan mis ojos, brillantes bajo la luz del sol. ¿Primavera? Por lo que a mí respecta, el mundo jamás volverá a conocer otra cosa más allá del invierno.
Clara Alcocer Salazar
Las puntas de mis dedos acarician las hendiduras como si de su piel se tratase. Tan cálida. Tan risueña. Tan lejos de mí ahora.
Un año en su ausencia.
Dicen que la primavera supone la esperanza, lo que renace. Pero Clara murió en primavera. Se marchó como lo hace el polen de las flores. Se marchó como las lágrimas que abandonan mis ojos, brillantes bajo la luz del sol. ¿Primavera? Por lo que a mí respecta, el mundo jamás volverá a conocer otra cosa más allá del invierno.
Beatriz G. López
Relato ganador del grupo Tintas Ocultas para el mes de abril
Temática: Primavera y Romance
Temática: Primavera y Romance
Buenísimo como siempre!!!
ResponderEliminarQue sigan los éxitos
Un abrazo
Me ha encantado !! un saludo
ResponderEliminar¡Hola, bonita!
ResponderEliminarAishh (suspiritos, suspiritos y más suspiritos) ¡qué maravilla de relato!
Los temas que tratas son muy especiales y, por eso y por como lo has contado, me ha llegado muchisimo al corazoncito <3
Me parece una historia BRUTAL, IMPRESIONANTE, SUBLIME!!
Como siempre que escribes, haces que los demás disfrutemos de cada palabra y de cada sentimiento que transmites. Porque transmites y mucho.
Tienes un toque muy bonito y elegante para expresarte, te lo he dicho mil veces y no me cansaré de decirlo nunca! (aplauso).
Ese giro final... es impactante! Provocas mil emociones en todas direcciones... amor, lealtad, injusticia, tristeza, rabia, miedo... me has recorado lo efimera que puede ser la vida...
Y es magnifico todas las emociones que consigues despertar en nosotros (al menos en mí).
Es un relato muy conmovedor (precioso y triste a la vez).
Y me hace mucha ilusión que lo hayas creado para el concurso en el grupo de Tintas Ocultas, y por supuesto, me alegro muchisimo de que hayas ganado!! Te lo mereces!! (Todos han sido muy buenos, la verdad, así que bravo por vosotras) :D
PD: Deseando leer más cositas tuyas me tienes jajaja
Un besito ^^
Hola!!!
ResponderEliminarPrimer relato que leo y sin duda me ha gustado demasiado, estare mas pendiente de tus escritos ♥
Felicidades por el blog. No sé si ya te he comentado estas obras literarias pero, por si pueden contribuir a tus inquietudes, te recomiendo estos dos libros:
ResponderEliminara) La novela breve "La sombra de los artistas".
b) El libro de aforismos “Miradas sinceras, ojos eternos”. En internet puedes sacar información. Un saludo. https://ernestocapuani.wordpress.com/