Ella solamente quiso querer. Su única pretensión fue recibir amor.
Él le regalaba su compañía todos los días. La cuidaba. Incluso cepillaba su fino cabello cuando las sedosas fibras parecían enredadas. La trataba con especial cuidado. Y la hacía estar radiante. Ella sabía que tan solo era una más, pero no le importaba. Le bastaba con sentir sus dedos suaves por su rostro inmaculado cada mañana. Era su momento favorito. El resto del día le miraba. Observaba todas y cada una de sus sonrisas. ¿Su preferida? Aquella que le regalaba al preocuparse por ella. Le enternecía tanto cómo se le rasgaban los ojos bajo aquella mirada sincera... Cómo le habría gustado devolverle el gesto. Pero sus pequeños labios de azabache se negaban a obedecer.
Cada día ella era la más dichosa del lugar contemplando a su amado. Y aunque él no tuviera forma de saberlo, ella conocía todos y cada uno de los recovecos del interior del chico. Cómo no hacerlo, le observaba desde su estantería desde que él era un bebé. Había sido testigo de sus torpes primeros pasos. Le había visto crecer, pues los padres del niño siempre le habían estado llevando al taller. Y así habían transcurrido los días, él un poquito mayor cada vez, hasta que por fin había contado con la edad suficiente como para empezar a participar en el negocio familiar. Desde que trabajaba allí, todas las mañanas repetía con ella y con sus compañeras el mismo ritual. ¿Podría él llegar a darse cuenta de que el fulgor de sus ojos era diferente al de las otras muñecas? No lo creía. No le importaba. Solo quería que, cada día al alzarse el sol sobre el vasto horizonte, volviera a tocarla.
La muñequita continuó siendo testigo del incesante desarrollo del joven, de cómo se encargaba del taller y su respectiva tienda. De cómo había cerrado esta última en numerosas ocasiones por la noche para encontrar algo de intimidad con la muchacha que un buen día había empezado a aflorar en su vida. Una joven preciosa, a decir verdad. La impotencia se fundía con la tristeza al ser testigo de cada beso, de cada caricia, de cada mirada cómplice. Soñaba con ser ella quien ocupase ese lugar y rozar esos labios que siempre le mostraban un gesto amable. Soñaba... Pero sabía que él era feliz así y su pequeño corazón de porcelana era lo que realmente anhelaba. Pensaba que tal vez, solo tal vez, llegara el día en el que también ella pudiese sentirse mujer. Suspiraba por abandonar, aunque solo fuese un momento, el interior de aquel cuerpo tan pequeño.
El reloj continuó deslizando sus manecillas a través de la piel del tiempo y ella pudo conocer a los hijos del joven y la preciosa muchacha, ahora convertida en su esposa. Siempre le había gustado el resplandor de las alianzas en sus dedos. Pero el dios Cronos era implacable, cambiando la verde lozanía por madurez estival. La muñequita de ilusión perpetua, sin embargo, sabía que bajo esa apariencia ahora más desgastada permanecía su joven. Que continuaba latiendo el mismo corazón de niño que siempre había velado por ella. Su felicidad, aquella vida plena de la que él disfrutaba la colmaba de júbilo.
Los años se escurrían por aquella espiral imposible de detener. Cuanto más avanzaban, él menos se acercaba por el taller. Ella escuchaba a los hijos de su joven ya anciano. Eran quienes ahora dirigían el negocio. Encontró aflicción en sus voces al afirmar que su padre no se encontraba bien desde hacía varios días. La mente inocente de la pequeña muñeca no podía comprender qué era lo que ocurría, a él, cuya alma siempre había desprendido una bondad tan inusitada en un mundo oscuro.
Pudo verle de nuevo un par de lunas después. El recuerdo de aquel momento se quedó grabado en su blanca memoria esmaltada. La puerta del taller se abrió lentamente. Su niño, que desde hacía varios años adornaba su carita con una barba nacarada a juego con su cabello nevado, apareció tras ella. Tosía. Sus pasos eran lentos. Pero sus ojos, ¡ay!, sus ojos mostraban el mismo brillo que antaño. Se acercó a la estantería y la miró. Hacía mucho, mucho tiempo le oyó decir que guardaba un cariño especial hacia ella porque ya estaba allí cuando él nació. Su niño había dicho que en ocasiones incluso parecía que le devolvía la mirada. Y la muñeca siempre tuvo la esperanza de que llegara el día en el que él se diera cuenta de que así era.
—Gracias por alegrarme la vista todos estos años, pequeña —le susurró. Y acarició su rostro suave y frío con sus dedos temblorosos y afectados por la edad.
Estuvo observándola durante un buen rato. Ninguno habló. Él no quiso despegar sus labios, ella no podía hacerlo. Finalmente el hombre con el corazón de niño se dio la vuelta y abandonó la tienda. Aquella había sido la última vez que la muñeca pudo reflejarse en sus ojos.
El día siguiente amaneció con el cielo cubierto de nubes cenicientas. Cuando la entrada a la tienda volvió a abrirse, el fresco aroma a lluvia se coló entre aquellas viejas paredes de madera. Ella pudo ver cómo el hijo mayor de su niño se acercó a la estantería. La tomó entre sus manos trémulas. El hombre no solamente vestía el negro en sus ropajes. La muñequita entonces lo supo. Algo dentro de su cuerpo en miniatura le dijo que él se había marchado para siempre. Entonces la pequeña escuchó un doloroso sonido en su interior. Su corazón de porcelana se resquebrajaba.
Y ocurrió el milagro.
De sus enamorados ojos de cristal brotó una lágrima que resbaló despacio por su rostro nacarado. Pura. Limpia. Diáfana. El hijo mayor pudo verla y la confundió con su propia estela de dolor. Entonces, con exquisita ternura, tumbó a la muñeca en el mostrador y la cubrió con una tela de raso.
Cuando la niña de porcelana fue destapada, pudo ver dónde se encontraba. Su amado yacía vestido del color de la noche en una hermosa caja alargada y mullida. La piel se veía tan pálida como la suya. Notó cómo la depositaban encima del cuerpo ahora desierto de su niño. La música decadente que inundaba sus diminutos oídos era la de la tristeza. Y de pronto, oscuridad. Habían cerrado la tapa. Notó el descenso.
Podía sentir sus manos debajo de su pequeño cuerpecito de muñeca. Sus párpados cobraron vida y fue capaz de cerrar los ojos. El milagro regresó. Miles de lágrimas iluminaron las tinieblas de aquel lugar sellado. Por primera vez supo lo que era esbozar una sonrisa.
Dormiría con él para toda la eternidad.
Soñaba que era humana.
Soñaba que bailaban y que, bajo la protección de sus brazos, aquel joven moreno la besaba.
Beatriz G. López
El Sueño de Porcelana es un relato mágico, dulce, emotivo y lleno de fantasía.
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